Friday, April 22, 2011

La pesadilla de Will Oldham en Retiro (Jeffrey Lewis)

Hoy iba a ir a masterizar el disco nuevo al estudio de Matías Mercatti. Me tomé el tren de San Fernando hacia Retiro y viajé todo apretado. Estaba muy concentrado mirando a una chica cuando me pareció ver a Will Oldham, el actor y cantante norteamericano, parado al lado de la puerta. Tenía puestos los mismos anteojos de sol que usó en un recital que trasmiten siempre por MTV, en Bowery Ballroom. Me pregunté qué pasaría si me acercaba y lo invitaba a comer a mi departamento de dos ambientes. Creo que en ese momento no le dije nada porque tuve miedo de desilusionarme y verlo como una persona más del montón. Will da la impresión de ser de esos que siempre consiguen lo que quieren. Mucha gente piensa que es un charlatán, un niño mimado, pero en la cultura indie nadie puede darse el lujo de ignorarlo. Incluso aunque el primer contacto sea difícil y no cause una gran impresión de entrada, se vuelve adictivo después de escucharlo durante un tiempo.

En todas estas cosas pensaba mientras iba en el tren hacia Retiro. Pensaba, por ejemplo, en que una cosa son los Rolling Stones del ’65 y otra muy distinta son los Stones del ’69. Pensaba, también, en el bien y el mal: ¿cuánto hay que sacrificarse como artista para que tu música valga la pena? Yo no nací una cuna de oro, no nací adentro del castillo. Igual, tanto soñar con la fama y con estar de moda y al final te das cuenta de que lo que hace que un artista valga la pena es otra cosa.

Hoy estaba yendo a masterizar ese disco nuevo y mediocre al estudio de Matías Mercatti. En el tren de San Fernando a Retiro me pareció ver a Will Oldham. ¿Qué hacía Will en un tren en el conurbano bonaerense? ¿Había venido a ver la miseria de los alrededores de su castillo en Kentucky? ¿Vino a buscarnos a nosotros, los nobles artistas de países tercermundistas que se cortan la cabeza entre sí para alimentar su propio ego? A nuestras madres les gusta lo que hacemos y nuestros amigos vienen a los shows, pero las cosas no pasan de ahí. Si un amigo se vuelve conocido, enseguida lo consideramos un enemigo. Volvemos a casa con nuestros compañeros de cuarto después de pagar por tocar en algún auditorio medianamente conocido. ¡Qué horror! No quiero estar metido en esto durante toda la vida. Prefiero morir a seguir así. O, mejor dicho, prefiero relajarme. ¿Quieren entrevistarme por mail? Genial, qué más quisiera yo. “Che, ma, ¿adiviná qué hice hoy? ¡Di una entrevista por mail!”. Y ella: “Muy bien, mi amor, ¡sos famoso!”. Sí, famoso a los veintisiete años, contándole todo a su madre, que es la única que lo festeja. De chico pensaba que cuando creciera iba a hacer cosas por la humanidad. Es difícil entender si esta vida de artista realmente me está haciendo bien. Porque hoy iba a gastar bastante plata para masterizar el álbum en lo de Matías Mercatti, pero cuando lo vi a Will Oldham me quedé pensando. Y sentí la necesidad de caminar hacia él y preguntarle, en un inglés pobrísimo: “Is good to be indie star or best without it?”. Digo, porque tal vez el mundo sea un lugar mejor si fuéramos una comunidad de androides sin una pizca de creatividad pero con un trabajo decente, una casa linda, etc. Y durante nuestro tiempo libre podríamos hacer algo para promover la paz mundial, o podríamos estudiar y llegar a ser científicos, profesores de historia o policías no corruptos. “Come on, Will!”, le dije mientras lo sacudía del brazo. Él no respondía. Cuando abrió la boca para hablar, las ruedas del tren chillaron y no pude escuchar. El vagón se sacudió abruptamente y fuimos a parar los dos a un rincón. Yo grité: “Tell me! You have to tell me!”. El tren se detuvo en una estación y una manada de gente descendió. Yo miraba a Will directo a los anteojos y pensaba que él era un gran referente en su género pero que de todas formas debía sentir ganas de dejar todo algunas veces, cuando escuchaba un disco de Bob Dylan o de Neil Young. Seguramente pensaba: “A la gente le gusta lo que hago, pero nunca voy a ser tan bueno”. Aunque, ahora que lo pienso, seguro que Dylan también pasaba noches en vela pensando que nunca sería tan bueno como Allen Ginsberg o Camus. Dylan debía pensar que era un payaso que entretenía gente. En fin, creo que se entiende lo que quiero decir. Entonces, lo único que quería era que Will me dijera la verdad, porque estaba a punto de gastar plata en masterizar un álbum que en ese momento me parecía insignificante. Will seguía en silencio; yo lo tenía agarrado de la manga de la remera. De golpe pensé que me había confundido de persona y que en verdad no estaba frente a Will Oldham. Ahí fue cuando decidí alejarme y bajar del tren.

Comencé a caminar hacia la puerta pero de pronto sentí una mano pesada en mi hombro y luego su brazo alrededor de mi cuello. Will me bajó del tren a la fuerza y me arrojó sobre el pavimento. Amenazó con pisarme con su bota. Un segundo después, comenzó a pegarme en la cara con sus puños. Luego sonó la sirena del tren; él se subió y se fue. Desde la ventana gritó: “¡Los artistas son todos putos!”. Yo quedé tirado en la estación, solo y dolorido. Debo haber estado ahí durante quince minutos, la gente miraba extrañada pero no se acercaba. Definitivamente ese sujeto no era Will Oldham. Después de todo, no tenía lógica que estuviera en el país. Sin embargo, sea quien fuera, me quedé pensando en sus palabras. Quizás esta persona tuviera razón: hay gente fuerte y productiva y otra gente que realmente no aporta nada a la sociedad. Ya sé, suena discriminatorio y sexista, pero en el momento en que estaba tirado al lado de las vías del tren me pareció un razonamiento lógico. Nunca nadie me había pegado. Sí, tal vez los artistas son todos unos debiluchos… ¿y qué? Estoy seguro de que Matías Mercatti va a hacer un buen trabajo; es muy reconocido por sus habilidades para masterizar discos.

La canción que habla de sexo en el Chelsea Hotel (Jeffrey Lewis)

Ayer vi a una ex novia en el colectivo e intenté esconderme para no tener que saludarla. El colectivo estaba bastante lleno y no pude pasar para el fondo. Ella estaba sentada cerca de la máquina de boletos e iba leyendo un libro. Me pareció que era una novela de algún autor británico, de esos que le gustaban. Yo me ubiqué unos metros atrás suyo; ella no sacaba la vista de su libro. Al lado mío había dos chicos conversando. Uno la miraba de reojo; me dio la sensación de que era gay. Hacía años que no la veía: tenía el pelo muy corto, por arriba de los hombros, y unas hebillas de muchos colores. Además, en su espalda tenía un tatuaje nuevo que decía “Las Vegas”.

Yo estaba bastante nervioso e intentaba no pensar en la situación incómoda que se iba a dar si ella se levantaba para bajarse. ¿Qué hacía? ¿La saludaba? La última vez que la había visto estábamos en un bar. Apenas habíamos salido dos meses y me citó para decirme que yo me estaba tomando las cosas muy en serio y que no quería ningún compromiso. Ella estaba muy mal porque estaba saliendo de una relación larga. Yo no quería ningún compromiso tampoco; me pareció tan estúpido su argumento que decidí que no valía la pena verla más, si eso era lo que quería. En realidad, me hubiera gustado seguir viéndola pero sentí que no verla más sería como un castigo, porque en el fondo sabía que ella sí quería verme pero estaba haciéndose la difícil. Pensé en el bien y el mal. ¿Qué es esto de perderse de hacer lo que uno quiere por "hacer el bien" o "hacer lo correcto"? A veces actúo de una forma tan ridícula...

Me detuve a escuchar la conversación de los chicos que estaban al lado mío. Uno de ellos estaba describiendo una canción que hablaba de una mujer y un músico teniendo relaciones, revolcándose, dándose, cogiendo, garchando, culeando en un hotel y de lo genial que era la letra. El otro chico se reía y parecía fascinado. En ese momento, por puro impulso, me salió decir “¿Leonard Cohen?”. El chico dijo que sí, entusiasmado, y le dijo al otro “¿Viste?”. Parecía contento. Nos pusimos a charlar sobre Leonard Cohen y de lo buenas que estaban sus letras y la sinceridad con la que hablaba de todo. Estábamos los tres en un colectivo lleno hablando como si nos conociéramos de siempre.

Cuando tenía cuatro (Jeffrey Lewis)

Estoy convencida de que cuando tenía cuatro años era diez veces más inteligente de lo que soy ahora. Mis papás trabajaban todo el día y yo a la tarde me quedaba con mi niñera, una estudiante del secundario que se llamaba Eugenia. Ella siempre me decía que yo era de lo más creativa aunque se quejaba de que nunca me quedaba quieta. Yo le tenía miedo a la oscuridad, como la mayoría de los chicos. Mi temor más grande era creer que había sapos en la rejilla del baño. Me acuerdo de que estaba tan traumada que mi papá tuvo que desatornillar la rejilla un día para mostrarme que no había nada. A los seis años ya era más tranquila. Pasaba mucho tiempo mirando por la ventana de mi cuarto, vivíamos en un piso quince. Tengo la imagen de estar mirando por esa ventana y ver un río y un velero navegando. Estoy segura de que mi ventana daba al río. Sin embargo, mi mamá siempre dice que eso no es posible y que no se veía el río desde nuestro departamento en plena ciudad.

Cuando cumplí los nueve años, me volví una pervertida. Me acuerdo de que escuchaba canciones por la radio y pensaba que hablaban de actos sexuales. En cambio, para cuando tenía doce años me sentía una fracasada. Todos a mi alrededor se ponían de novios y yo era sumamente infantil; nadie se fijaba en mí. Usaba enteritos, gorras con visera y medias estiradas hasta la rodilla. Para los quince ya me había revelado por completo y tenía todo lo que quería. Salía todo el tiempo y tenía miles de amigos. En cambio, a los dieciséis me volví profunda e introspectiva de golpe. Nunca más volví a ser tan sociable. En ese momento pensaba que cuando creciera iba a hacer algo grande e importante. Ahora tengo treinta y uno y me doy cuenta de que no hice nada destacable en mi vida. No tengo novio siquiera. Todas mis amigas están casadas. Probablemente me quede sola para siempre. Pero la vida es así: unos tienen que perder para que otros puedan ganar. A veces pienso en el bien y el mal y llego a la conclusión de que ambos tienen que existir para que haya un equilibrio en el mundo. Mi mamá viene a casa los domingos y le hago brushing en el pelo, la ayudo a maquillarse. Vivo sola y tengo un gato que se llama Osiris, al igual que un dios egipcio que parece una pierna con cara. Para hacer algo de dinero, doy clases particulares de piano. Mis alumnos son casi todos de entre veinte y treinta años. Nunca me enamoré de ninguno.

La última vez que tomé ácido enloquecí (Jeffrey Lewis)

Hace seis años tomé ácido por primera y última vez. En ese momento enloquecí. Me acuerdo de que estaba en la casa de verano de un amigo, en Mar del Plata, y de repente mi mente explotó. Estaba sentado en el piso escuchando Pink Floyd cuando se me ocurrió que tal vez yo era gay y me puse paranoico. Le pedí a mi amigo una hoja y me puse a trazar rayas gruesas y, sobre ellas, la figura de un alien. Esta sensación duró como doce horas. Mi amigo también estaba mal. Salimos de su cuarto por la ventana y nos trepamos al techo de su casa. Yo estaba convencido de que me había caído y que en realidad estaba tirado sobre el pavimento. Pensé en el límite entre la cordura y la locura, entre el bien y el mal: si yo hubiera tirado a mi amigo del techo y lo mataba, ¿era culpable? ¿Hasta qué punto perdemos en control de lo que hacemos? ¿No será que lo que aflora en ese estado tan salvaje es lo que realmente queremos hacer pero nuestra conciencia reprime?

En el momento en que me percaté de que seguía en el techo, entré a la casa nuevamente y comencé a bajar las escaleras caracol de dos en dos. Parecían infinitas. Cuando llegué al living, quise abrir la puerta de calle pero no encontraba la manija. Creía que eran las puertas del cielo y que Dios no me dejaba entrar. Las reglas para los que toman ácido son simples. Uno: nunca tomar en compañía de gente que uno no conoce. Dos: El techo de una casa no es un buen lugar para quedarse. Tres: Hay que estar preparado para cualquier cosa y asumir el riesgo. Cuatro: No asustarse y mantener la calma. Cinco: Tener a un buen amigo cerca. Seis: No volverse demasiado introspectivo; de lo contrario, uno puede toparse con la soledad y la desesperanza de vivir una vida rutinaria y sin sentido.

A mí me pasó esto último, me sentí completamente solo y vacío. Fue en ese momento que enloquecí. Después pasó algo curioso: relaté mi experiencia con el ácido a varias personas y la gente la malinterpretó. Comencé a percibir que mis conocidos me trataban de forma distinta, me veían como un drogadicto y me miraban mal. Una vez, en una fiesta de disfraces, un chico vestido de paloma blanca me vino a ofrecer ácido. Le dije que no, que me divertía tomar alcohol pero tomar ácidos me deprimía. No quiero saber nada con el ácido. Soy una persona frágil que no aguanta demasiada presión.

La mudanza (Jeffrey Lewis)

A un año de irse a vivir juntos, Ramiro y Laura decidieron mudarse porque les habían aumentado el alquiler del departamento y ya no podían pagarlo. Al principio, Laura se sintió frustrada porque le gustaba mucho su departamento. Sin embargo, aceptó que tenían que hacer un cambio y empezó a mirar el diario por las mañanas en busca de otro lugar donde vivir. El barrio donde residían era bastante caro, por lo cual la mudanza implicaba moverse hacia otra zona de la ciudad. Al ser extranjera, su conocimiento se limitaba a su barrio, la zona céntrica y el área donde estaba su trabajo. Durante un tiempo, comenzó a tomar colectivos que nunca había tomado en busca de lugares distintos. Cuando veía un barrio que le gustaba, se bajaba y comenzaba a caminar. Entraba a los bares y hablaba con los mozos e intentaba imaginarse caminando por esas cuadras, haciendo compras o bajándose del colectivo de noche.

Al fin, un día encontró un departamento a un precio accesible en un barrio al que nunca había ido. Fue con Ramiro a verlo y a ambos les gustó. Durante los días siguientes, se dedicaron a embalar decenas de cajas con ropa, papeles y objetos de todo tipo. Lo hacían por la noche mientras escuchaban música y charlaban. Laura decidió deshacerse de bastantes cosas, ya que el departamento nuevo tenía la mitad de espacio que el anterior. Se dio cuenta de que la mayoría de los objetos que la rodeaban le eran indiferentes y que había ropa que no utilizaba. Puso una lona en la puerta de su departamento y vendió casi todo lo que tenía: vestidos, sacos, polleras, discos, anteojos de sol.... Al deshacerse de estas cosas, sintió una gran liberación.

El día de la mudanza, unos amigos fueron a ayudarlos a mover las cosas de un departamento al otro. Uno de ellos les prestó su camioneta para transportar los muebles. Ramiro subió y puso en marcha el motor. Laura dijo que iría a verificar que no hubieran olvidado nada adentro. Subió los tres pisos por escalera y entró al departamento completamente desamoblado. La heladera estaba vacía, sólo quedaba una cubetera rota. Le pareció que el lugar se veía más chico que de costumbre. Miró a su alrededor y revisó los cuartos: no quedaba nada. Sacó la llave de su bolsillo, salió y cerró la puerta.

Laura subió a la camioneta y partieron, no sin antes saludar al viejo edificio con la mano. A mitad de camino, Ramiro se detuvo en una plaza para comer unos sandwiches. Se sentaron en el pasto, miraron el camión y se rieron del hecho de que en ese momento no tuvieran una casa armada en ningún lado sino que sus vidas estaban en el camión. Laura pensó en el bien y el mal. Si en ese momento alguien subía al camión, lo ponía en marcha y escapaba con sus cosas, ¿estaría bien causarle el mismo daño a esa persona? La venganza era un tema que siempre le había despertado curiosidad. Cuando terminaron de comer, se subieron al camión y siguieron su camino.

No dejes que el productor de la discográfica te lleve a comer afuera (Jeffrey Lewis)

No dejes que el productor de la discográfica te lleve a comer afuera. Vos no tenés por qué pagar cuando termina el día. Intentá no caerle demasiado bien a la gente porque si no, vas a tener que alimentar esa imagen todo el tiempo y no vas a tener descanso. Y sé honesto, no te vendas. No actúes como un loco, no te crees un personaje desequilibrado para vender más discos. No hay que estar loco para hacer algo que valga la pena. Hablá mucho sobre lo que te pasa, hablá con el espejo o escribite cartas a vos mismo y después quemalas. Ya sé que las cosas pierden sentido cuando uno piensa demasiado; a veces, uno se siente un cínico. Pero no busques la fama a cualquier precio. Y no dejes que el productor ese de la compañía discográfica te lleva a comer afuera porque en algún momento te va a reclamar cada cucharada de sopa que tomes y hasta el servicio de mesa. Las revistas pueden hablar bien o mal de vos, no lo tomes como algo personal; los críticos no te conocen realmente. Y no vayas a comer afuera con el productor porque va a llamar un taxi y después te lo va a pasar como factura. Mirá, yo ahora me tengo que ir de viaje pero estamos en contacto, ¿sí? Tengo muchas cosas que hacer y no es fácil ser artista en estos días. Yo por ahora soy sólo uno más dentro del mundo del arte pero por algún lugar se empieza, creo. A veces, antes de dormir, pienso en el bien y el mal. ¿Existen en sí mismos? Si alguien hace algo por vos, ¿hay que devolverle el favor? Yo creo que no. Por eso te repito que no vayas a comer con ese productor. Aunque te invite a comer mariscos. La gente te va a decir que es de paranoico rechazar una invitación así. Pero vos tenés que confiar en mí; en algún momento el tipo te lo va a echar en cara. Y no queremos que pase eso. Mientras te vaya bien, la gente va a ser amables con vos, pero todo tiene un precio y no creo que quieras terminar en bancarrota. En definitiva, se trata de tu billetera y de tu alma. No importa cuánto te guste lo que hacés, vos te merecés algo más.

No estés mal (Jeffrey Lewis)

Cansado de escuchar los reproches de su novia Marianella, Felipe organizó una salida al acuario. A Marianella le gustaban mucho los animales, especialmente los peces. Hacía algunas semanas le había propuesto a Felipe comprar unos peces para su casa pero él se había negado que no tendrían el tiempo suficiente para dedicarse a ellos.

Al llegar al acuario, Felipe pagó la entrada. Marianella parecía excitada con la salida. El lugar era un recinto con las paredes y el techo de vidrio, como un acuario gigante. En el medio, tenía una cinta transportadora mediante la cual los visitantes se desplazaban y contemplaban la fauna a su alrededor. Marianella apoyaba la nariz contra el vidrio y les hacía muecas a los peces. Felipe le pidió varias veces que dejara de hacer eso y le dijo que se veía ridícula. Marianella le contestó, enojada, que él siempre tenía algo para criticarle. Felipe no dijo nada.

Cuando llegaron al sector en donde estaba los tiburones, Marianella se asustó. Felipe le dijo que los tiburones eran inofensivos a menos que alguien los molestara. Marianella dejó de hacer lo del vidrio y las muecas. Felipe no entendía por qué tanta gente se asustaba de los tiburones mientras que los seres humanos podían ser cientos de veces más malvados. Reflexionó sobre el bien y el mal. ¿Un tiburón que ataca a una presa para alimentarse es malo? ¿Quién dijo que vivir en una civilización es mejor que vivir en estado salvaje? Le explicó a Marianella que los tiburones sólo atacaban cuando tenían hambre y que era parte del instinto animal. Marianella lo miró confundida. Felipe pensó que Marianella se asustaba muy fácilmente de las cosas y recordó una ocasión, cuando recién empezaban a salir, en la que ella había ido a buscarlo a la salida del trabajo en auto. Cuando Felipe salió de su oficina, la encontró dentro del auto, inmóvil y bañada en lágrimas. Marianella le había dicho que un peatón había cruzado la calle sin mirar el semáforo y que se había enojado con ella porque casi lo atropellaba. El peatón le había golpeado el parabrisas con el puño y ella se había asustado.

Al salir del sector de los tiburones, ingresaron al área donde se encontraban las pirañas. Marianella de pronto dijo que se sentía mal y con ganas de vomitar. Felipe la acompañó al baño. Adentro había dos mujeres mayores que lo miraron mal. Marianella vomitó en el lavamanos y le pidió a Felipe que llamara a un médico. Felipe le lavó la cara y la llevó al sector de los peces dorados mientras esperaban la ambulancia. Marianella estaba pálida. Felipe quiso distraerla y entonces pegó la cara contra el vidrio y empezó a hacerle muecas a los peces. Quince minutos más tarde, cuando llegó la ambulancia, Marianella ya se sentía mejor. En el camino de vuelta a la casa, Felipe se detuvo en una veterinaria y compró un pez payaso.

Pensé en vos otra vez (The Wave Pictures)

Escribí miles de poemas sobre doctores y enfermeras. Escribí los versos en servilletas de papel y los títulos en fósforos. Después tiré todo. Estaba demasiado impresionado. Pensé en vos en el aeropuerto y seguí pensando en vos en el trayecto del avión. Incluso, cuando un policía me pidió el pasaporte y escribió mi nombre en un papel, pensé en vos. En el hotel no pude dormir; meditaba sobre tu enfermedad y pensaba en la fuerza que tenés para sobrellevarla. Pensé en el bien y el mal. No tiene ningún sentido que estés así si obraste bien toda tu vida. Uno siempre busca relacionar la enfermedad con una mala conducta, como fumar o no llevar una vida sana. Pero vos siempre te cuidaste y fuiste una buena persona. Entonces no entiendo por qué te toca vivir esto. Supongo que estos pensamientos en realidad quieren decir que te extraño. En España y en Suiza también pensé en vos. Incluso en un momento se acercó un grupo de chicas suizas para comentarme lo raro que sonaba mi nombre, y yo pensé en vos.

Por agarrarse de la mano (The Wave Pictures)

Por agarrarse de la mano y decirse cosas al oído, se perdieron de ver los fuegos artificiales. Además, mientras se agarraban de la mano, él estaba pensando en otra. Cada vez que se agarran de la mano, él piensa en otra. También piensa en el bien y el mal. Piensa que mucha gente considera como algo malo el simple hecho de fantasear con otra, pero él no comparte esta idea. Cree que es más sano resolver el tema en una fantasía antes que cometer una infidelidad. También piensa en sus suegros. No soporta al padre ni a la madre de su novia. En realidad, a la madre no la odia, pero al padre sí.

Te quiero como loco (The Wave Pictures)

No podemos terminar. Pasé toda la Navidad sin fumar, mientras esperaba en vano que tus padres se fueran a dormir. Durante meses, me aguanté las ganas de fingir que te clavaba la tijerita de cortar las uñas en el cuello cada vez que te quedabas dormida. Por eso, no podemos terminar. Te juro que voy a comprarte más muñecos de peluche y lencería, chocolates en lugar de zanahorias y un buen vino en lugar de uno feo, si es que me acuerdo de tu cumpleaños. Ayer comí duraznos en lata; el jugo se escurría por mi lengua y mis labios, hasta deslizarse por mi pera y caer en la alfombra de tus padres. Pensé en el bien y el mal. ¿Por qué ser desordenado o desprolijo es considerado como algo malo? ¿No viviríamos todos mucho más relajados y felices sin andar cuidando de no ensuciar nada? El aire parece muerto, pero las cosas no terminaron aún. Te quiero como loco, te extraño todo el tiempo, voy a esperar toda la noche si hace falta. Anoche volví a casa y me preparé ron con coca. Mis padres dormían. Eran las tres de la mañana.

Saturday, April 16, 2011

Ahora estás embarazada (The Wave Pictures)

Mark y Nelly empezaron a salir cuando ambos estaban en su peor momento. Trabajaban juntos en una zapatería y los dos se sentían muy solos. Comenzaron a verse de manera informal. A pesar de que tenían la misma edad, Nelly parecía más grande. Gracias a Mark, Nelly fue ganando confianza y de a poco se volvió más optimista y amigable. Un día, ella anunció que se había puesto de novia con un músico. Para Mark, fue el fin del mundo. A partir de ese momento, buscó refugio en el jardín de la casa de los padres o en su propio departamento, donde pasaba horas mirando la ciudad de Nueva York a través de su ventana. Nelly siguió con su vida, indiferente al sufrimiento de Mark. Por las noches, Mark llegaba a la casa, sintonizaba la radio y cantaba baladas de Johnny Cash. Producto del rencor y de su orgullo, Mark les decía a sus amigos que no necesitaba terapia y que le bastaban sus cigarrillos. Sin embargo, los días pasaban y no lograba olvidar a Nelly. Una tarde, escuchó por la radio que Johnny Cash había muerto. Pensó que hubiera deseado que cualquier otra persona hubiese muerto en vez de su ídolo. Pensó, por ejemplo, en que prefería que hubiese muerto su abuela y se sintió mal. Pensó en el bien y el mal: ¿qué tan cruel estaba siendo si deseaba que falleciera una persona de casi la misma edad que Cash con la que tenía una relación íntima? ¿Por qué prefería mantener vivo a un ícono del rock y la música country que a un miembro de su familia? En ese instante, sintió que algo tenía que cambiar en su vida. Pensó en tomarse un tren, con el único propósito de utilizar el trayecto para pensar en si debía confesar sus sentimientos. Imaginó que entraba a la zapatería, se probaba unos zapatos negros e ignoraba a Nelly, mientras coqueteaba con las clientas. Luego se imaginó lo opuesto: entraba al negocio y le decía a Nelly que la adoraba. No había demasiado qué hacer, la adoraba. Johnny Cash había muerto ese día e imaginó que ella comentaría, con cierto desinterés: “Pero no es como Elvis, ¿no?”. Pero cuando finalmente entró al negocio pasó algo que no se esperaba: Nelly estaba flaca, pálida y con unas orejas marcadas que opacaban sus ojos verdes. Además, tenía una pierna enyesada y con la otra rengueaba. “¡Mark!”, gritó cuando vio a su antiguo novio a punta de entrar a la tienda. Él se dio vuelta y empezó a retroceder sin mirar atrás. Cuanto más se alejaba, más sentía que dejaba a su paso una versión de sí mismo con la que ya no se identificaba.